Pastiche | Por Tedi López Mills - Grupo Milenio

2022-08-13 08:01:59 By : Ms. helen Liang

En “La caleta”, poema que escribió Elizabeth Bishop por su cumpleaños 37 en 1948, el agua es tan diáfana, tan delgada cuando se retira la marea que sobresalen e incluso relumbran los filamentos blancos de marga, casi en migajas, y los barcos lucen secos, los pilotes áridos, como si fueran cerillos. Baldía, el agua no moja nada ni se deja absorber. Apenas existe en esa mordida de piedras y de espuma en la costa, como el color exiguo de la flama muy baja en el quemador del horno; azul y vacilante, a punto de apagarse. Quizá pronto se empiece a percibir un tufo a gas, la muerte lenta del fuego antes de la explosión. Aunque nunca ocurra y sólo se imagine en este paisaje de arpones, garfios, anzuelos esparcidos en la arena, donde una “draga ocre” sigue laborando a solas, monótona — no sabe hacer otra cosa—  y los pelícanos se estrellan como zapapicos en la superficie del mar gris sin ganancia alguna en sus sacos a la hora de reemerger, y las fragatas surcan “corrientes impalpables” con sus alas tensas, en forma de tijeras, y se elevan en sus propias espirales de velocidad y de altura. “La caleta está regada de viejas correspondencias”; glare rima con Baudelaire, y en el octavo verso del poema aparece una ominosa marimba. “Clic, clic”: suena la draga que extrae rocas del fondo. Pensar con los sentimientos es uno de los propósitos de la poesía, según Bishop; también abrir boquetes, dejarlos vacíos, decorar los bordes con encajes invisibles, discontinuos, una aguja en la mano izquierda y el hilo entre el pulgar y el índice de la mano derecha buscando el sitio preciso del ojo para insertarse y salir del otro lado, extenderse en un espacio diminuto con leves jaloneos hasta que las costuras se cierren en la tela nueva que cubre el hoyo y lo disimula. Bishop compara las lanchas pequeñas que se apilan unas contra otras después de la borrasca con sobres rasgados de cartas, aún sin respuesta. Según ella, la felicidad depende en gran parte de la suerte y, añadiría yo, de las expectativas, que deben mantenerse en un mínimo, no subir nunca mas allá del nivel de burbuja, por decirlo de alguna manera que resulte al menos enigmática. Supongo que alguien acabará por recoger los escombros que se amontonan en la caleta y los echará en algún tiradero lejos de cualquier intrusión marítima. Los sentimientos, en cambio, se seguirán arrumbando, deformando, diluyendo en el mejor de los casos; o se convertirán en palabras, actitudes, gestos, ademanes seguramente ingratos para el prójimo. Tienen mala fama y rara vez son objetivos. Yo observo los míos con cuidado; cuánto medran, se atoran, se repiten. Son ruedas que se atascan en el lodo o láminas acanaladas, sueltas, que se azotan contra el muro de la última casa en la playa. El efecto es acumulativo; nunca absolutorio. Pasado mañana, en el Canto XIV de mi Comedia apócrifa, cerca de las ocho de la noche, pondré tu lugar en la mesa: la copa roja en una esquina del mantel verde, como siempre. Y una vela para mí.